martes, 31 de julio de 2012

Peligrosamente Urbanizados



La vida en las urbes es intensa. Es adictiva. Es única. Y el mero hecho de haber sido criado en el propio seno de ésta selva voluminosa y luminosa,  nos hace únicos a nosotros también. Y digo nos, porque acá estoy, acá estuve, y probablemente acá estaré, eterno enamorado de los misterios de una ciudad que acobija otros millones como yo. Nos hace únicos porque nos absorbe, nos adapta, nos moldea. Nos imprime su sello distintivo.
La formación psicológica, de mayor preponderancia en tiempos de la infancia, es amasada cual pequeño trozo de cerámica para desembocar en un status psíquico propio de las megalópolis, prototipo psicológico que discierne seriamente de su par humano del interior, campo, pueblo, o incluso ciudad pequeña. Es que el fenómeno megalópolis, palabra que me atrae, es un caso aparte. Es algo especial. No aplica en ningún otro ámbito, ni siquiera en una ciudad de menor calibre demográfico.  Solamente un 7.18% de la población mundial vive en estas macro aglomeraciones. El caso megalópolis, entonces, es el caso megalópolis.
El haber nacido bajo este ambiente, entonces, reitero, nos hace únicos. Crecemos tomando parámetros de lo que nos rodea. Más allá del entorno familiar, que es en definitiva el impulsor mayoritario de nuestro ser en el futuro cercano, el ambiente, a veces menospreciado, le da su retoque mágico distintivo. Su legado. Y la ciudad es más que un ambiente. Es un ecosistema. Adoptamos sus costumbres, sus ritmos, sus estructuras. Las afianzamos tan fervorosamente que quedan marcadas en lo más profundo de nuestra mente, y, como es sabido, son esas estructuras tan intrínsecamente adheridas las más difíciles de cambiar, de resignar.
En las grandes ciudades, léase nuestra Santa María, se presenta un fenómeno que tal vez sólo comparando con alguien del interior se pueda identificar. Es que me pasé bastante tiempo estudiando y analizando, casi instintivamente, costumbres de gente que no es de acá, que no está contaminada por éste universo extraño y fascinante, para definir las mías y las tuyas, que sí somos de por aquí.
El hombre de ciudad es inseguro, en lo más profundo de su ser. Especifico terminantemente en lo más profundo porque mucha gente, en un accionar de inseguridad aún más severa, pretenderá ocultarla bajo una faceta creada artificialmente por su psiquis, para mostrarse , a razón de una inaceptación evidente del propio ser, alguien seguro, alguien temerario.
Nacemos en el anonimato. Nos arrojan en este mundo, diría un pelilargo Morrison, sin una marca de identidad individual. Y es en función del comportamiento colectivo de estas grandes urbes que tratamos de definir, muchas veces en vano, nuestra propia identidad natural, única e irrepetible.  La noción de individualidad pierde su fuerza, se desvanece entre las pinceladas de un órgano colectivo inalterable. Nuestro nombre, nuestra razón de ser, es masificado.  Y la gama de diferencias que hacen a cada hombre lo que es se cercena casi por inercia.
Todas estas cualidades generan el propio anonimato. Nos cuesta, a nosotros pobladores urbanos, definir quienes somos y que es lo que vinimos a hacer en este suelo. O al menos a mí, para ser franco y poco generalizador. Y es en esta desesperación producto de la falta de esencia propia que buscamos sobresalir, que queremos resaltar, que necesitamos el reconocimiento de la misma masa colectiva cuya naturalidad nos ha arrebatado sin piedad como consecuencia del solo funcionar de sus engranajes, su mecanismo inexorable.
Y es en esa necesidad inminente de lograr la sustancia individual dónde irresponsablemente dejamos de lado nuestras cualidades de hermandad para dar lugar a la más cruel competencia. Porque somos muchos. Porque somos más que muchos. Y lo que andamos necesitando es ser alguien, por más que para ser alguien allá que pisotear a algún otro.
Algo que destaca la gente del interior, en su éxodo a Buenos Aires, es la inseguridad de los porteños, creo yo esta vez, a raíz de la escena de desconfianza en la que nos movemos diariamente. La carencia de una sustancia o esencia, ambos dos grandes conceptos de Aristóteles, nos quita nuestra fuerza como ser social. Nos inhibe. ¿Es que cómo podemos estar seguro de algo si ni siquiera estamos seguros de quién somos?
Y a pesar de todo y sin embargo, reitero que me encanta vivir donde vivo. Creo que la búsqueda del ser individual se puede dar en un marco así también, una vez asimilados las propiedades urbanas que afectan nuestro estar psicológico. Los comportamientos colectivos nocivos de encasillamiento y masificación. Las estrategias comerciales, en todos sus canales, que pretenden categorizarnos en distintos segmentos y potenciar, vía propaganda principalmente, la materialización de necesidades no necesarias. Intentan definir el parámetro ideal de ser social urbano, mediante la solidificación de estandartes colectivos de aceptación que ellos mismos establecen como válidos, y que atentan contra la propia búsqueda del ser, tratando de convencernos, minuto a minuto, de que lo “ideal” es actuar como ellos “sugieren”, de manera más que sutil. Moldean los principios del ser “perfecto” a su gusto. Fomentan la competencia. Fomentan nuestra necesidad de sobresalir. Nos atacan dónde nos duele, en lo más profundo de nuestro subconsciente. Y lo explotan. Y se abusan. Y se aprovechan. Porque les conviene.
Es recién una vez percibidos estos comportamientos mecanizados, estimo yo, que se da la oportunidad única de elegir. Y es mediante esa elección, mediante toda elección, que se va creando el ser. La sustancia. La definición de nuestra persona. Nos volvemos verdaderamente únicos e irrepetibles cuando logramos en cierta medida hacer a un lado las influencias que nos avecinan las ciudades magnánimas y su inexorable minimización de la persona como órgano individual. Cuando podemos elegir acorde a lo que de verdad queremos y no lo que quieren para nosotros. Es que elegir, a mi juicio, es ser. Elegir, instintivamente, es vivir.




Las megalópolis de este mundo

1 Tokio, Japón 34.400.000
2 Cantón, China 25.600.000
3 Seúl, Corea del Sur 25.300.000
4 Shanghái, China 25.100.000
5 Ciudad de México, México 23.100.000
6 Delhi, India 22.900.000
7 Nueva York, Estados Unidos 22.000.000
8 São Paulo, Brasil 21.000.000
9 Bombay, India 20.700.000
10 Manila, Filipinas 20.500.000
11 Yakarta, Indonesia 18.800.000
13 Karachi, Pakistán 17.100.000
14 Osaka, Japón 16.800.000
15 Calcuta, India 16.400.000
16 Pekín, China 16.100.000
17 Moscú, Rusia 16.100.000
18 El Cairo, Egipto 15.500.000
19 Buenos Aires, Argentina 14.200.000
20 Dacca, Bangladésh 13.800.000
21 Londres, Reino Unido 13.470.000
22 Teherán, Irán 13.300.000
23 Estambul, Turquía 13.200.000
24 Río de Janeiro, Brasil 12.600.000
25 París, Francia 10.600.000

lunes, 9 de julio de 2012

Confesiones de un fantasma de Buenos Aires








Y es cierto que todos nos odiamos un poquito. Es verdad.

Es verdad que en estas calles, aquellas de una ciudad abultada, sobrepasada, y sobrepopulada, resulta un poco difícil querer al otro. Es verdad.

En estos días, con la globalización y todo eso, casi que ni nos conocemos.

Andamos por aquí y allá. Nos cruzamos una y otra vez. 

Nos vemos con un vecino al otro lado de la calle. Ése, el que vive en la casa de la esquina al ladito del quiosco nomás. Ése, que lo tenés de vista  y lo saludás casi todos los días,  pero si te preguntan el nombre estás entre tres.

O andamos por el subte, en el colectivo, en el tren,  y parece haber más celulares que personas. 

Y si en una de esas se te ocurre ir con el auto, puteás si te tocan bocina, te frustrás si no llegás al semáforo, y si el de adelante te frena de golpe sospecho no te va a caer nada bien tampoco.

Es que el anonimato pesa. El anonimato duele. Nos hace competir. Los unos contra los otros.

Me gustaría creer, sin embargo, que no todo es odio en estos recovecos porteños. Que escondida tras esa capa de rechazo hacia el ajeno existe, ahí por debajo, si es que nos atrevemos a excavar, otra de aceptación. Un sentimiento de hermandad cuya visibilidad los humos de una ciudad gris han acotado bajo su manto contaminante.

A todos esos, fantasmas de Buenos Aires, les quiero decir, casi desvergonzadamente, que los quiero, que los aprecio, y que, sinceramente, no sé qué haría sin ustedes.