lunes, 9 de julio de 2012

Confesiones de un fantasma de Buenos Aires








Y es cierto que todos nos odiamos un poquito. Es verdad.

Es verdad que en estas calles, aquellas de una ciudad abultada, sobrepasada, y sobrepopulada, resulta un poco difícil querer al otro. Es verdad.

En estos días, con la globalización y todo eso, casi que ni nos conocemos.

Andamos por aquí y allá. Nos cruzamos una y otra vez. 

Nos vemos con un vecino al otro lado de la calle. Ése, el que vive en la casa de la esquina al ladito del quiosco nomás. Ése, que lo tenés de vista  y lo saludás casi todos los días,  pero si te preguntan el nombre estás entre tres.

O andamos por el subte, en el colectivo, en el tren,  y parece haber más celulares que personas. 

Y si en una de esas se te ocurre ir con el auto, puteás si te tocan bocina, te frustrás si no llegás al semáforo, y si el de adelante te frena de golpe sospecho no te va a caer nada bien tampoco.

Es que el anonimato pesa. El anonimato duele. Nos hace competir. Los unos contra los otros.

Me gustaría creer, sin embargo, que no todo es odio en estos recovecos porteños. Que escondida tras esa capa de rechazo hacia el ajeno existe, ahí por debajo, si es que nos atrevemos a excavar, otra de aceptación. Un sentimiento de hermandad cuya visibilidad los humos de una ciudad gris han acotado bajo su manto contaminante.

A todos esos, fantasmas de Buenos Aires, les quiero decir, casi desvergonzadamente, que los quiero, que los aprecio, y que, sinceramente, no sé qué haría sin ustedes.

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